Mamushkas
Leticia Amato
Cual mamushkas, cierta familiaridad en materia de temas, estilos o estructuras literarias entre los escritores rusos nos permite intuir que dentro de un autor ¡sorpresa! hay algo de otro, y en aquel otro un nuevo elemento, forma, color, que nos lleva a pensar en uno nuevo y así muñeca tras muñeca. ¿Hallaremos de camino, estimado lector, los elementos que vinculan entre sí a los principales referentes de la literatura rusa?


…otras teorías afirman que la mamushka
significa fertilidad y maternidad
debido a la herencia de su nombre.


Proponerse pasear -someramente- por la historia de la literatura rusa, además de entusiasmarnos, cuanto menos, nos debe estremecer. No solo por la prolífica voluminosidad de los magníficos autores que vio nacer esa patria sino, fundamentalmente, por la voluptiosidad de sus obras.

Cual mamushkas, cierta familiaridad en materia de temas, estilos o estructuras literarias entre los escritores rusos nos permite intuir que dentro de un autor ¡sorpresa! hay algo de otro, y en aquel otro un nuevo elemento, forma, color, que nos lleva a pensar en uno nuevo y así muñeca tras muñeca. ¿Hallaremos de camino, estimado lector, los elementos que vinculan entre sí a los principales referentes de la literatura rusa?

Claro, no podemos menos que comenzar el recorrido por los consagrados, popes universales cuyo reconocimiento excedió y excede tanto los –extensos- límites geográficos de Rusia como los límites que nos impone el tiempo. Así lo prueba el hecho de que, por ejemplo, a casi dos cientos años de su nacimiento, en San Petersburgo, Fiódor Dostoyevsky sea leído, actualmente, por jóvenes estudiantes de escuelas secundarias del conurbano de la provincia de Buenos Aires. Quizás fue Nietzche quien lo definió mejor que nadie: “el único psicólogo del cual se podría aprender algo”. La complejidad humana, existencial de sus personajes corrobora esta aseveración. “Padres míos, ¿qué es el infierno? Yo lo defino como el sufrimiento de no poder amar.” (Los hemanos Karamazov, 1880). Dostoivsky se sumerge sin escafandra un las turbias profundidades del ser, bucea en sus sufrimientos, sus miserias y desde allí abajo, el inframundo del hombre, regresa airoso y nos ofrece parricidios y otros crímenes, adicciones y celos, perturbaciones y desamor, pobreza material y espiritual, en síntesis, tormentos de todo orden. “Se han acostumbrado. Al principio derramaron unas lagrimitas, pero después se acostumbraron. ¡Miseria humana! A todo se acostumbra uno.” rumea desquiciado Raskolnikov en “Crimen y Castigo”, 1866. Aunque, para que nadie se descorazone, con cirujana habilidad, Dostoyevsky también nos regala bondad y redención, perdón y arrepentimiento. Y pensamos, entonces, que la vida tal vez no sea más que un perpetuo debate en esa dialéctica que combina la búsqueda del amor y la fe, en un mundo en ruinas del que, por el contrario, ningún noble sentimiento parece poder nacer. “En mis fantasías del subsuelo, siempre me he imaginado el amor como una lucha” (Memorias del subsuelo, 1864)

“Pinta tu aldea y pintarás el mundo”. Contemporáneo de Dostovievsky, envuelto en blanca y larga barba, emerge desde el fondo de los salones señoriales de los palacetes moscovitas, la viva estampa de León Tolstoi. Uno de los autores más leídos en Rusia aún hoy, Tolstoi ha escrito páginas gloriosas en la historia de la literatura rusa. Tal es la vigente atracción de sus textos que, en 2016, la BBC produjo en formato miniserie una fidedigna adaptación de su monumental obra cumbre, “La guerra y la paz”, de 1869. La novela desnuda los horrores de la guerra -y cuestiona las inequidades del ejército- bien conocidos por el propio Tolstoi dada su participación en la guerra de Crimea. Sus textos abordan también los problemas que enfrentaba la aristocracia rusa durante el último período zarista –recordemos que Tolstoi provenía de una familia de elevada alcurnia y tenía el título nobiliario de “Conde” - al tiempo que narran descarnadamente su estrepitosa decadencia. Los personajes tolstoianos, -hombres y mujeres de la alta sociedad rusa, admiradores de la idiosincrasia social y cultural de la Europa francesa, inglesa, alemana- sufren y se incineran por dentro, pues la falsa moral e hipocresía reinante les impone reprimir ferozmente sus genuinos deseos. Esta contradicción entre deseo y deber, cuyo máximo exponente lo encarna la pobre desgraciada Ana Karenina, es saldada, y en esto consiste en gran medida la moraleja de Tolstoi, gracias al nacimiento de sentimientos religiosos y al crecimiento espiritual de los individuos.

Sin demoras, que se sume a este racconto quien ha sabido observar con majestuosa ironía al género humano en sus más diversas dimensiones, hasta el punto de darle vida a una nariz (se conoce que la suya propia era cosa digna de comicidad). “- ¡Caballero! -dijo Kovalev, procurando cobrar ánimos-. ¡Caballero! -¿Qué desea usted? -preguntó la nariz, volviéndose hacia él. -Me extraña, caballero...; me parece que... usted debería saber cuál es su sitio.” (La nariz, 1836). Es que da la sensación de que Nikolai Gogol escribe con una sonrisa siempre a mano aunque en ocasiones se torna mueca desvariada. ¿Quién no ha experimentado un punzante estremecimiento de compasión por el hombrecito gris cuya insulsa existencia, compuesta sólo de carencias, se extingue justo inmediatamente después de conocer, por primera y única vez, apenas, un fugaz sentimiento de dicha? Dicha que vislumbramos efímera desde las primeras páginas y que se esfuma víctima de la crueldad de los hombres y la burocracia de las instituciones (hechas a la medida de la crueldad de los hombres). Ocurre que lo extraordinario aquí es que el relato nos duele hasta hacernos reír, recurso gogoleano por excelencia.

Atención, que hablando de grandiosos literatos rusos, portador de una mirada tan cautivante como incisiva, llega al galope el doctor: Antón Chejov. Dramaturgo y cuentista por excelencia, su estilo fue sucinto y directo, fiel a su máxima “El arte de escribir es decir mucho en pocas palabras”. Es artífice de atmósferas simples, acaso melancólicas, y sus criaturas gozan de altas dosis de ironía y humor, “Confieso que enterrar a algunas gentes constituye un gran placer”, sentenció con su sarcasmo característico. Se supo que la madre de Chejov fue una maravillosa narradora de cuentos con los que durante la infancia intentaba mantener entretenidos a sus hijos, antecedente que, a las claras, signó a nuestro escritor. Además de escribir con asiduo frenesí, Chejov ejerció esporádicamente la medicina, profesión que probablemente haya templado su aguda percepción del mundo, preocupado siempre por los desposeídos, los despojados, no dejó de preguntarse “¿Qué hacer?”, para hacer de aquella Rusia un lugar justo y equitativo.



Como sabemos, Dostoivsky, Tolstoi y Chejov (aunque los primeros aventajan por un par de décadas largas al segundo), comparten, junto a ilustres escritores rusos como Pushkin, Turgueniev, Gorky, Korolengo, Navokov, Pasternak, por citar a algunos, un tipo de texto puramente realista, subgénero que identifica a la mayor parte de la literatura rusa del siglo XIX. Sin embargo, en una vertiente diferente, algo menos afamada de la literatura rusa y encabezada por Gogol, se encuentra la tradición que recoge elementos del relato fantástico ruso y más tarde, entrados al siglo XX, el relato de ciencia ficción a cargo de una nueva camada de autores.
Aceleremos el paso de la travesía por las soberbias letras rusas, estimado lector, para sumarnos rauda y apasionadamente al coro de acólitos admiradores de la Mamushka mayor (no debemos pensar en esa última, diminuta y sólida mamushkita que encontramos en la panza de la más pequeña), la mujer en cuyo interior circula, singularmente resignificada, buena parte de la identidad literaria rusa: Ana Starobinetz. (¿Vale confesar que el secreto y único propósito de esta nota es, por fin, hablar de Ana Starovinetz? No, no vale.)

En alusión al impresionante cuento “Una edad difícil” que da título al libro homónimo -publicado en Rusia en 2005 y en España en 2012, edición que llegó a la Argentina recientemente- es considerada por la crítica como la reina de la narrativa ¿de terror?, ¿de ciencia ficción?, no lo sabemos porque Starobinetz renuncia a ser una escritora “de género”. Y lo que logra es algo fuera de serie que no debe sorprendernos luego de haber repasado las formas y los temas de la tradición literaria rusa realista y fantástica. Aunque es renuente a las comparaciones literarias, comentó que si tuviera que definir a qué o quién se asemeja su estilo, diría que se siente emparentada con la escritura de Gogol, Chejov, Kafka.
En el brillante prólogo a la primera edición de “Una edad difícil”, el escritor español Ismael Martínez Biurrun, advierte: “Ana Starobinetz sabe de putrefacciones y sabe de obsesiones. Sabe de sueños y de culpas enquistadas en la conciencia, bultos enmohecidos que bajo las reglas personalísimas de su ficción pueden saltar y cobrar vida acechante. Deseos prohibidos que nos colonizan como insectos.”
Podemos agregar que Starobinetz coquetea con una forma del terror psicológico que nos recuerda a Hitchcotch. Y que varias de sus tramas encuentran su epicentro escénico en deslucidos barrios moscovitas. Las implicancias de vidas cotidianas asfixiantes, el estrecho, incierto, inquietante abismo que nos ¿separa? de la locura, el futuro patentado por el avance descontrolado de la tecnología en sociedades, paradójicamente, híper controladas, son algunas de las preocupaciones que se ponen de manifiesto en sus textos.

Qué más decir, estimado lector, que no se haya dicha ya. Sólo queda –como seguro sucederá- salir corriendo a buscar, comprar, hurtar, lo que nos quede pendiente -no será poco- por leer del fascinante universo de la literatura rusa de ayer y hoy.

…otras teorías afirman que la mamushka
significa fertilidad y maternidad
debido a la herencia de su nombre.


Proponerse pasear -someramente- por la historia de la literatura rusa, además de entusiasmarnos, cuanto menos, nos debe estremecer. No solo por la prolífica voluminosidad de los magníficos autores que vio nacer esa patria sino, fundamentalmente, por la voluptiosidad de sus obras.

Cual mamushkas, cierta familiaridad en materia de temas, estilos o estructuras literarias entre los escritores rusos nos permite intuir que dentro de un autor ¡sorpresa! hay algo de otro, y en aquel otro un nuevo elemento, forma, color, que nos lleva a pensar en uno nuevo y así muñeca tras muñeca. ¿Hallaremos de camino, estimado lector, los elementos que vinculan entre sí a los principales referentes de la literatura rusa?

Claro, no podemos menos que comenzar el recorrido por los consagrados, popes universales cuyo reconocimiento excedió y excede tanto los –extensos- límites geográficos de Rusia como los límites que nos impone el tiempo. Así lo prueba el hecho de que, por ejemplo, a casi dos cientos años de su nacimiento, en San Petersburgo, Fiódor Dostoyevsky sea leído, actualmente, por jóvenes estudiantes de escuelas secundarias del conurbano de la provincia de Buenos Aires. Quizás fue Nietzche quien lo definió mejor que nadie: “el único psicólogo del cual se podría aprender algo”. La complejidad humana, existencial de sus personajes corrobora esta aseveración. “Padres míos, ¿qué es el infierno? Yo lo defino como el sufrimiento de no poder amar.” (Los hemanos Karamazov, 1880). Dostoivsky se sumerge sin escafandra un las turbias profundidades del ser, bucea en sus sufrimientos, sus miserias y desde allí abajo, el inframundo del hombre, regresa airoso y nos ofrece parricidios y otros crímenes, adicciones y celos, perturbaciones y desamor, pobreza material y espiritual, en síntesis, tormentos de todo orden. “Se han acostumbrado. Al principio derramaron unas lagrimitas, pero después se acostumbraron. ¡Miseria humana! A todo se acostumbra uno.” rumea desquiciado Raskolnikov en “Crimen y Castigo”, 1866. Aunque, para que nadie se descorazone, con cirujana habilidad, Dostoyevsky también nos regala bondad y redención, perdón y arrepentimiento. Y pensamos, entonces, que la vida tal vez no sea más que un perpetuo debate en esa dialéctica que combina la búsqueda del amor y la fe, en un mundo en ruinas del que, por el contrario, ningún noble sentimiento parece poder nacer. “En mis fantasías del subsuelo, siempre me he imaginado el amor como una lucha” (Memorias del subsuelo, 1864)

“Pinta tu aldea y pintarás el mundo”. Contemporáneo de Dostovievsky, envuelto en blanca y larga barba, emerge desde el fondo de los salones señoriales de los palacetes moscovitas, la viva estampa de León Tolstoi. Uno de los autores más leídos en Rusia aún hoy, Tolstoi ha escrito páginas gloriosas en la historia de la literatura rusa. Tal es la vigente atracción de sus textos que, en 2016, la BBC produjo en formato miniserie una fidedigna adaptación de su monumental obra cumbre, “La guerra y la paz”, de 1869. La novela desnuda los horrores de la guerra -y cuestiona las inequidades del ejército- bien conocidos por el propio Tolstoi dada su participación en la guerra de Crimea. Sus textos abordan también los problemas que enfrentaba la aristocracia rusa durante el último período zarista –recordemos que Tolstoi provenía de una familia de elevada alcurnia y tenía el título nobiliario de “Conde” - al tiempo que narran descarnadamente su estrepitosa decadencia. Los personajes tolstoianos, -hombres y mujeres de la alta sociedad rusa, admiradores de la idiosincrasia social y cultural de la Europa francesa, inglesa, alemana- sufren y se incineran por dentro, pues la falsa moral e hipocresía reinante les impone reprimir ferozmente sus genuinos deseos. Esta contradicción entre deseo y deber, cuyo máximo exponente lo encarna la pobre desgraciada Ana Karenina, es saldada, y en esto consiste en gran medida la moraleja de Tolstoi, gracias al nacimiento de sentimientos religiosos y al crecimiento espiritual de los individuos.

Sin demoras, que se sume a este racconto quien ha sabido observar con majestuosa ironía al género humano en sus más diversas dimensiones, hasta el punto de darle vida a una nariz (se conoce que la suya propia era cosa digna de comicidad). “- ¡Caballero! -dijo Kovalev, procurando cobrar ánimos-. ¡Caballero! -¿Qué desea usted? -preguntó la nariz, volviéndose hacia él. -Me extraña, caballero...; me parece que... usted debería saber cuál es su sitio.” (La nariz, 1836). Es que da la sensación de que Nikolai Gogol escribe con una sonrisa siempre a mano aunque en ocasiones se torna mueca desvariada. ¿Quién no ha experimentado un punzante estremecimiento de compasión por el hombrecito gris cuya insulsa existencia, compuesta sólo de carencias, se extingue justo inmediatamente después de conocer, por primera y única vez, apenas, un fugaz sentimiento de dicha? Dicha que vislumbramos efímera desde las primeras páginas y que se esfuma víctima de la crueldad de los hombres y la burocracia de las instituciones (hechas a la medida de la crueldad de los hombres). Ocurre que lo extraordinario aquí es que el relato nos duele hasta hacernos reír, recurso gogoleano por excelencia.

Atención, que hablando de grandiosos literatos rusos, portador de una mirada tan cautivante como incisiva, llega al galope el doctor: Antón Chejov. Dramaturgo y cuentista por excelencia, su estilo fue sucinto y directo, fiel a su máxima “El arte de escribir es decir mucho en pocas palabras”. Es artífice de atmósferas simples, acaso melancólicas, y sus criaturas gozan de altas dosis de ironía y humor, “Confieso que enterrar a algunas gentes constituye un gran placer”, sentenció con su sarcasmo característico. Se supo que la madre de Chejov fue una maravillosa narradora de cuentos con los que durante la infancia intentaba mantener entretenidos a sus hijos, antecedente que, a las claras, signó a nuestro escritor. Además de escribir con asiduo frenesí, Chejov ejerció esporádicamente la medicina, profesión que probablemente haya templado su aguda percepción del mundo, preocupado siempre por los desposeídos, los despojados, no dejó de preguntarse “¿Qué hacer?”, para hacer de aquella Rusia un lugar justo y equitativo.



Como sabemos, Dostoivsky, Tolstoi y Chejov (aunque los primeros aventajan por un par de décadas largas al segundo), comparten, junto a ilustres escritores rusos como Pushkin, Turgueniev, Gorky, Korolengo, Navokov, Pasternak, por citar a algunos, un tipo de texto puramente realista, subgénero que identifica a la mayor parte de la literatura rusa del siglo XIX. Sin embargo, en una vertiente diferente, algo menos afamada de la literatura rusa y encabezada por Gogol, se encuentra la tradición que recoge elementos del relato fantástico ruso y más tarde, entrados al siglo XX, el relato de ciencia ficción a cargo de una nueva camada de autores.
Aceleremos el paso de la travesía por las soberbias letras rusas, estimado lector, para sumarnos rauda y apasionadamente al coro de acólitos admiradores de la Mamushka mayor (no debemos pensar en esa última, diminuta y sólida mamushkita que encontramos en la panza de la más pequeña), la mujer en cuyo interior circula, singularmente resignificada, buena parte de la identidad literaria rusa: Ana Starobinetz. (¿Vale confesar que el secreto y único propósito de esta nota es, por fin, hablar de Ana Starovinetz? No, no vale.)

En alusión al impresionante cuento “Una edad difícil” que da título al libro homónimo -publicado en Rusia en 2005 y en España en 2012, edición que llegó a la Argentina recientemente- es considerada por la crítica como la reina de la narrativa ¿de terror?, ¿de ciencia ficción?, no lo sabemos porque Starobinetz renuncia a ser una escritora “de género”. Y lo que logra es algo fuera de serie que no debe sorprendernos luego de haber repasado las formas y los temas de la tradición literaria rusa realista y fantástica. Aunque es renuente a las comparaciones literarias, comentó que si tuviera que definir a qué o quién se asemeja su estilo, diría que se siente emparentada con la escritura de Gogol, Chejov, Kafka.
En el brillante prólogo a la primera edición de “Una edad difícil”, el escritor español Ismael Martínez Biurrun, advierte: “Ana Starobinetz sabe de putrefacciones y sabe de obsesiones. Sabe de sueños y de culpas enquistadas en la conciencia, bultos enmohecidos que bajo las reglas personalísimas de su ficción pueden saltar y cobrar vida acechante. Deseos prohibidos que nos colonizan como insectos.”
Podemos agregar que Starobinetz coquetea con una forma del terror psicológico que nos recuerda a Hitchcotch. Y que varias de sus tramas encuentran su epicentro escénico en deslucidos barrios moscovitas. Las implicancias de vidas cotidianas asfixiantes, el estrecho, incierto, inquietante abismo que nos ¿separa? de la locura, el futuro patentado por el avance descontrolado de la tecnología en sociedades, paradójicamente, híper controladas, son algunas de las preocupaciones que se ponen de manifiesto en sus textos.

Qué más decir, estimado lector, que no se haya dicha ya. Sólo queda –como seguro sucederá- salir corriendo a buscar, comprar, hurtar, lo que nos quede pendiente -no será poco- por leer del fascinante universo de la literatura rusa de ayer y hoy.


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