La edad de la Tierra
Acercándonos Ediciones
Cuento de Ángel Prignano de su último libro 'Cuestión de tiempo y silencios'.



No había un solo hombre, un solo animal,
pájaro, pez, cangrejo, madera, piedra, caverna,
barranca, hierba, selva. Sólo el cielo existía.

Popol Vuh

Camilo despertó una hora y media después de la medianoche. No es novedad: está acostumbrado a navegar entre el sueño que se evapora y los fantasmas que lo atosigan y desafían. En tales momentos suele recurrir a la lectura, así que fue hasta su pequeña biblioteca y tomó un libro, uno cualquiera elegido al azar. Resultó ser Una vida sin principios, de Henry David Thoreau. No sabía que lo tenía. Se preguntó cuándo lo habría comprado o si se lo regalaron. No lo recordó. Apoyó la nuca sobre la almohada y comenzó a leerlo, de corrido, sin hacer ninguna pausa, hasta que se detuvo en un párrafo:

Si un hombre se adentra en los bosques por amor a ellos cada mañana, está en peligro de ser considerado un vago; pero si gasta su día completo especulando, cortando esos mismos bosques, y haciendo que la tierra se quede calva antes de tiempo, es un estimado y emprendedor ciudadano. Como si un pueblo no pudiese tener otro interés en un bosque que el de cortarlo.

Después de releer varias veces esas líneas intentó dormirse. Imposible. Entonces volvió al libro y parpadeó nerviosamente al tropezarse con una nueva reflexión del autor:
Los ojos del fósil más antiguo permanecen. Ellos nos cuentan que las mismas leyes de la luz prevalecen, hoy como ayer. Las leyes de la luz son siempre las mismas, pero la manera y los grados de percibirla varían. Los dioses no son parciales a ninguna era, constantemente hacen brillar la luz en los cielos, mientras que el ojo del observador se transforma en piedra. Al comienzo, no había más que el sol y el ojo. Los siglos no han agregado un solo rayo al primero, ni han alterado una sola fibra del segundo.

Ahora sí, cerró el libro sobre su pecho y ambos se dejaron conquistar por el sueño durante un buen tiempo, hasta más allá del amanecer.

***

Dos días más tarde volvió a decirlo en voz alta, lo suficientemente alta para que lo escuchara Gregorio, quien regresaba de pagar la boleta de la luz y caminaba hacia él: “Un día de estos no me sentiré bien, terminaré arrastrando los pies y la muerte me alcanzará.” Y siguió su camino sin detenerse, ni siquiera ante la sorpresa de Gregorio. Pero de repente detuvo sus pasos, retrocedió y se paró resueltamente frente a él, con esa imperturbable cara de cartón corrugado que suele tener preparada para encuentros como éste. No era la primera vez que se comportaba así y Gregorio sabía perfectamente lo que sobrevendría: la pregunta inesperada, la teoría insólita, el planteamiento inútil.

–¿Sabés qué edad tiene la Tierra? Se calcula que cuatro mil quinientos millones de años

–pregunta y respuesta enteramente a su cargo, tal cual es su costumbre.

–No lo sabía –confesó Gregorio, apartando su cara para evitar el recurrente aliento a tabaco de Camilo.

–¿Sabés cuándo apareció el Homo sapiens? Dicen que hace unos seiscientos mil años... por lo menos el Homo sapiens arcaico, el más antiguo.

–Tampoco lo sabía –reiteró Gregorio su ignorancia, ahora alejado de él y con los hombros encogidos, postura inconsciente que graficaba su nulo interés por lo que Camilo le estaba diciendo.

–Ese gestito... –Camilo se molestó.

–Perdoná –Gregorio se disculpó.

–¿Sabés qué ocurrió en esos cuatro mil cuatrocientos noventa y nueve millones, cuatrocientos mil años que pasaron desde la formación de la Tierra hasta la llegada del Homo sapiens?

–¡Qué pregunta! ¿Cómo puedo saberlo? –Gregorio se excusó de nuevo.

–Todo, pasó de todo: nacimientos, extinciones, renacimientos, mutaciones, nuevas extinciones, prueba y error, perfecciones, imperfecciones, renovaciones, descartes, más nacimientos, mutaciones y extinciones... en fin: ¡evolución!

–Ajá –Gregorio asintió con desdén.

–Después no pasó más nada. Nada de nada: puro aburrimiento.

–¿Nada de nada? –Gregorio fingió interés.

–¿Qué acabo de decirte? –Camilo se mostró contrariado–. Pasó nada de nada.

–¿En serio que no pasó nada? –insistió Gregorio, vaya uno a saber por qué.

–Bueno, sí. A lo largo del tiempo se encaramaron la maldad, el egoísmo, la destrucción progresiva, en fin: una suerte de fuga por goteo de materia oscura y energía oscura... Y ya se sabe que sin ellas nada podría existir; las galaxias explotarían...

Dicho esto, Camilo abrió los ojos exageradamente y extendió sus brazos al aire. Luego movió las manos (sólo las manos) al compás de una música inexistente, como si estuviera dirigiendo una orquesta imaginaria. Y una vez más ambos se despidieron sin decirse nada, cada cual por su lado.

Gregorio puso la mano en el bolsillo interior de la campera para verificar que la boleta de la luz con el comprobante de pago seguía allí, donde la había puesto. Allí estaba. De otro bolsillo sacó las llaves de su casa, pero no tuvo necesidad de usarlas; encontró la puerta entreabierta. Su mujer y los chicos tienen la costumbre de dejarla así para que el perro pueda reingresar a la casa después de sus paseos higiénicos. Cuando lo vio llegar, el perro dejó de olfatear el árbol del vecino y fue a su encuentro. Finalmente ambos entraron a la casa, el perro saltando a su alrededor y él tratando de sacárselo de encima. La gata, entre tanto, los observaba desde la cornisa y ni por asomo se molestó en hacerles el más mínimo gesto amistoso.

(2015)


No había un solo hombre, un solo animal,
pájaro, pez, cangrejo, madera, piedra, caverna,
barranca, hierba, selva. Sólo el cielo existía.

Popol Vuh

Camilo despertó una hora y media después de la medianoche. No es novedad: está acostumbrado a navegar entre el sueño que se evapora y los fantasmas que lo atosigan y desafían. En tales momentos suele recurrir a la lectura, así que fue hasta su pequeña biblioteca y tomó un libro, uno cualquiera elegido al azar. Resultó ser Una vida sin principios, de Henry David Thoreau. No sabía que lo tenía. Se preguntó cuándo lo habría comprado o si se lo regalaron. No lo recordó. Apoyó la nuca sobre la almohada y comenzó a leerlo, de corrido, sin hacer ninguna pausa, hasta que se detuvo en un párrafo:

Si un hombre se adentra en los bosques por amor a ellos cada mañana, está en peligro de ser considerado un vago; pero si gasta su día completo especulando, cortando esos mismos bosques, y haciendo que la tierra se quede calva antes de tiempo, es un estimado y emprendedor ciudadano. Como si un pueblo no pudiese tener otro interés en un bosque que el de cortarlo.

Después de releer varias veces esas líneas intentó dormirse. Imposible. Entonces volvió al libro y parpadeó nerviosamente al tropezarse con una nueva reflexión del autor:
Los ojos del fósil más antiguo permanecen. Ellos nos cuentan que las mismas leyes de la luz prevalecen, hoy como ayer. Las leyes de la luz son siempre las mismas, pero la manera y los grados de percibirla varían. Los dioses no son parciales a ninguna era, constantemente hacen brillar la luz en los cielos, mientras que el ojo del observador se transforma en piedra. Al comienzo, no había más que el sol y el ojo. Los siglos no han agregado un solo rayo al primero, ni han alterado una sola fibra del segundo.

Ahora sí, cerró el libro sobre su pecho y ambos se dejaron conquistar por el sueño durante un buen tiempo, hasta más allá del amanecer.

***

Dos días más tarde volvió a decirlo en voz alta, lo suficientemente alta para que lo escuchara Gregorio, quien regresaba de pagar la boleta de la luz y caminaba hacia él: “Un día de estos no me sentiré bien, terminaré arrastrando los pies y la muerte me alcanzará.” Y siguió su camino sin detenerse, ni siquiera ante la sorpresa de Gregorio. Pero de repente detuvo sus pasos, retrocedió y se paró resueltamente frente a él, con esa imperturbable cara de cartón corrugado que suele tener preparada para encuentros como éste. No era la primera vez que se comportaba así y Gregorio sabía perfectamente lo que sobrevendría: la pregunta inesperada, la teoría insólita, el planteamiento inútil.

–¿Sabés qué edad tiene la Tierra? Se calcula que cuatro mil quinientos millones de años

–pregunta y respuesta enteramente a su cargo, tal cual es su costumbre.

–No lo sabía –confesó Gregorio, apartando su cara para evitar el recurrente aliento a tabaco de Camilo.

–¿Sabés cuándo apareció el Homo sapiens? Dicen que hace unos seiscientos mil años... por lo menos el Homo sapiens arcaico, el más antiguo.

–Tampoco lo sabía –reiteró Gregorio su ignorancia, ahora alejado de él y con los hombros encogidos, postura inconsciente que graficaba su nulo interés por lo que Camilo le estaba diciendo.

–Ese gestito... –Camilo se molestó.

–Perdoná –Gregorio se disculpó.

–¿Sabés qué ocurrió en esos cuatro mil cuatrocientos noventa y nueve millones, cuatrocientos mil años que pasaron desde la formación de la Tierra hasta la llegada del Homo sapiens?

–¡Qué pregunta! ¿Cómo puedo saberlo? –Gregorio se excusó de nuevo.

–Todo, pasó de todo: nacimientos, extinciones, renacimientos, mutaciones, nuevas extinciones, prueba y error, perfecciones, imperfecciones, renovaciones, descartes, más nacimientos, mutaciones y extinciones... en fin: ¡evolución!

–Ajá –Gregorio asintió con desdén.

–Después no pasó más nada. Nada de nada: puro aburrimiento.

–¿Nada de nada? –Gregorio fingió interés.

–¿Qué acabo de decirte? –Camilo se mostró contrariado–. Pasó nada de nada.

–¿En serio que no pasó nada? –insistió Gregorio, vaya uno a saber por qué.

–Bueno, sí. A lo largo del tiempo se encaramaron la maldad, el egoísmo, la destrucción progresiva, en fin: una suerte de fuga por goteo de materia oscura y energía oscura... Y ya se sabe que sin ellas nada podría existir; las galaxias explotarían...

Dicho esto, Camilo abrió los ojos exageradamente y extendió sus brazos al aire. Luego movió las manos (sólo las manos) al compás de una música inexistente, como si estuviera dirigiendo una orquesta imaginaria. Y una vez más ambos se despidieron sin decirse nada, cada cual por su lado.

Gregorio puso la mano en el bolsillo interior de la campera para verificar que la boleta de la luz con el comprobante de pago seguía allí, donde la había puesto. Allí estaba. De otro bolsillo sacó las llaves de su casa, pero no tuvo necesidad de usarlas; encontró la puerta entreabierta. Su mujer y los chicos tienen la costumbre de dejarla así para que el perro pueda reingresar a la casa después de sus paseos higiénicos. Cuando lo vio llegar, el perro dejó de olfatear el árbol del vecino y fue a su encuentro. Finalmente ambos entraron a la casa, el perro saltando a su alrededor y él tratando de sacárselo de encima. La gata, entre tanto, los observaba desde la cornisa y ni por asomo se molestó en hacerles el más mínimo gesto amistoso.

(2015)


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