Los fantasmas son parte de la historia. Cuando elegí ser Evita (entre el folletín y el horror)
Cecilia Secreto
... La razón de mi vida (encontrado en el armario de mi abuela), en mi juventud democrática comencé a verla en los programas de televisión que revivían sus discursos y su imagen, libros de fotos, películas, biografías, novelas...



Un tema, un personaje, una forma no se le imponen a la escritura como un acto de voluntad, o como una obligación, ni siquiera como unas ganas. Escribir nace de una energía pulsional tan fuerte que parece fusionar a eros y a tánatos. Escribir es una suerte de necesidad que insiste e insiste hasta hacerse lenguaje y texto, mientras tanto es una inquietud. No escribir es dejarse estar en un estado de zozobra.

No es, entonces, la anécdota lo que importa, no lo es el tema ni tampoco el personaje, sino poder exorcizar la inquietud que nos habita y que nos quiere hacer ver, sentir, pensar y decir “algo” que se devela en tanto misterio.

Eso es lo que me sucedió con la figura de Evita (que pertenece a la generación de mis abuelxs): era una presencia en ausencia dentro del griterío familiar, dentro del silencio escolar, dentro de una adolescencia sin líderes vivos. Era una persona nombrada en diminutivo, como se nombra a los conocidos, pero al mismo tiempo cuestionada. Evita oscilaba entre la pronunciación y el silenciamiento. Entre la puta y la santa. Evita era distinta del resto. Muerta pero aún viva, era un fantasma en la encrucijada de mi subjetividad.

En el transcurrir de la vida, la mía, ese fantasma se me fue apareciendo bajo diversas formas: de adolescente fue un libro: La razón de mi vida (encontrado en el armario de mi abuela), en mi juventud democrática comencé a verla en los programas de televisión que revivían sus discursos y su imagen, libros de fotos, películas, biografías, novelas. Así me fui creando una ilusión de la figura de Evita, la fui, literalmente, imaginando. La fui sintiendo, la fui pensando, la fui admirando. Me fui acercando. Ese acercamiento a partir de la mirada plural de lxs otrxs fue gestando mi propia mirada y llegué a alcanzar a escucharla, quiero decir, la imaginé hablando. Pude darle voz. Y también pude imaginar la voz de quienes la amaron u odiaron. ¿Qué quiero decir? Que la escritura se presentó bajo la máscara de las voces ideologizadas alrededor de Evita. No había un argumento concreto (la vida de Eva Perón es una historia muchas veces contada, interpretada, recopilada), no tenía mayor sentido contar la vida de Evita desde el lugar del autorizado sino a través de los diferentes discursos que forman parte del entramado del imaginario social y familiar (porque nuestra familia es un girón de ese entramado).

Son varios los episodios biográficos de Eva que maravillan o espantan, pero hay uno que se instaló en mi representación como la escena más fantasmagórica y perversa de todas: la muerte, el embalsamamiento, la profanación y las diversas violaciones al cuerpo muerto, al cuerpo simbólico y al cuerpo imaginario de Evita. Un cuerpo de mujer humillado y mutilado, violable y violado en vida, violable y violado en muerte. Para suturar semejante afrenta inenarrable e irrepresentable me fue necesario recurrir a otro cuerpo muerto de Evita: su doble, el fantasma. Único modo de devolverle un poco de dignidad, aunque sea desde la palabra entrañable: esa voz que se impone sola.


 


Un tema, un personaje, una forma no se le imponen a la escritura como un acto de voluntad, o como una obligación, ni siquiera como unas ganas. Escribir nace de una energía pulsional tan fuerte que parece fusionar a eros y a tánatos. Escribir es una suerte de necesidad que insiste e insiste hasta hacerse lenguaje y texto, mientras tanto es una inquietud. No escribir es dejarse estar en un estado de zozobra.

No es, entonces, la anécdota lo que importa, no lo es el tema ni tampoco el personaje, sino poder exorcizar la inquietud que nos habita y que nos quiere hacer ver, sentir, pensar y decir “algo” que se devela en tanto misterio.

Eso es lo que me sucedió con la figura de Evita (que pertenece a la generación de mis abuelxs): era una presencia en ausencia dentro del griterío familiar, dentro del silencio escolar, dentro de una adolescencia sin líderes vivos. Era una persona nombrada en diminutivo, como se nombra a los conocidos, pero al mismo tiempo cuestionada. Evita oscilaba entre la pronunciación y el silenciamiento. Entre la puta y la santa. Evita era distinta del resto. Muerta pero aún viva, era un fantasma en la encrucijada de mi subjetividad.

En el transcurrir de la vida, la mía, ese fantasma se me fue apareciendo bajo diversas formas: de adolescente fue un libro: La razón de mi vida (encontrado en el armario de mi abuela), en mi juventud democrática comencé a verla en los programas de televisión que revivían sus discursos y su imagen, libros de fotos, películas, biografías, novelas. Así me fui creando una ilusión de la figura de Evita, la fui, literalmente, imaginando. La fui sintiendo, la fui pensando, la fui admirando. Me fui acercando. Ese acercamiento a partir de la mirada plural de lxs otrxs fue gestando mi propia mirada y llegué a alcanzar a escucharla, quiero decir, la imaginé hablando. Pude darle voz. Y también pude imaginar la voz de quienes la amaron u odiaron. ¿Qué quiero decir? Que la escritura se presentó bajo la máscara de las voces ideologizadas alrededor de Evita. No había un argumento concreto (la vida de Eva Perón es una historia muchas veces contada, interpretada, recopilada), no tenía mayor sentido contar la vida de Evita desde el lugar del autorizado sino a través de los diferentes discursos que forman parte del entramado del imaginario social y familiar (porque nuestra familia es un girón de ese entramado).

Son varios los episodios biográficos de Eva que maravillan o espantan, pero hay uno que se instaló en mi representación como la escena más fantasmagórica y perversa de todas: la muerte, el embalsamamiento, la profanación y las diversas violaciones al cuerpo muerto, al cuerpo simbólico y al cuerpo imaginario de Evita. Un cuerpo de mujer humillado y mutilado, violable y violado en vida, violable y violado en muerte. Para suturar semejante afrenta inenarrable e irrepresentable me fue necesario recurrir a otro cuerpo muerto de Evita: su doble, el fantasma. Único modo de devolverle un poco de dignidad, aunque sea desde la palabra entrañable: esa voz que se impone sola.


 


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