#NoMeVengasConElCuento: Inevitable
Lila Glass
Compartimos literatura del proyecto de Acercándonos Ediciones "No me vengas con el cuento"


El día que empezaron a llover gorriones, mamá dejó de sonreír. Era pleno invierno. Los dos estábamos en la cocina. Mientras ella lavaba los platos, yo los iba acomodando sobre el escurridor. De repente, escuchamos un ruido que venía del jardín. Era un sonido extraño, como cuando una fruta madura cae al piso. Mamá abrió la puerta que da al patio. El árbol de damascos estaba sin hojas, las ramas crujían. Vimos que del cielo caían pájaros. Mamá cerró la puerta sin decir una palabra. Me pidió que me fuera a dormir.

A la mañana siguiente, mamá decidió quedarse en cama. Estaba pálida. Siempre fue muy sensible. Ver las aves estrellándose contra el suelo no le hacía nada bien. Sentía temor de que pudieran volver los peores tiempos. Tuve miedo por ella. Cuando algo la pone mal, duerme de corrido. Puede pasar varias semanas así, encerrada en su propia jaula. Le llevé el almuerzo hasta su habitación pero no quiso comer. El recuerdo de los pájaros, le causaba estupor. Le dije que no se hiciera problema, que yo me iba a encargar de todo.

Salí al jardín. Ahí estaban las aves, inertes. El sol daba de lleno en sus pequeños cuerpos. El viento había desparramado tierra y plumas por todos los rincones. Hacía meses que no llovía, todo estaba demasiado seco. Me preguntaba por qué los pájaros caían del cielo ¿Acaso también se estaban secando? Sin darme cuenta, pisé algo que crujió debajo de mis pies. Era un gorrión amarillo con pintitas negras. Lo alcé. Mi mano se hizo un hueco para sostenerlo. El cuerpo aún estaba tibio, tenía las patitas estiradas. Siempre me gustaron los pájaros de color. Hubiera querido coleccionarlos pero mamá nunca me dejó. Pensé que esta vez podía ser distinto. Corrí hasta mi habitación y busqué una caja de zapatos. Guardé el ave, con el pico hacia arriba. Parecía dormida, se veía tan frágil como mamá. Luego seguí con el resto. Traté de acomodarlas cuidadosamente, una al lado de la otra. Decidí esconder la caja bien alto, sobre el aparador. No era conveniente que ella la encontrara.

Al tercer día, mamá se levantó y halló una pluma dentro de casa. Me miró confundida. Enseguida rompió en llanto. Le dije que se quedara tranquila, que no volvería a suceder. Me había olvidado de cerrar las ventanas mientras barría el patio. Los ojos de mamá reflejaban un cansancio infinito. Se quedó en su cuarto por un tiempo más. Esa vez no me puse triste. Entendí que cada uno hacía lo que podía para sobrevivir.

Había pasado casi una semana de aquel suceso cuando escuché un ruido extraño que provenía del living. Era de noche. Llamé a mamá, pero no respondió. Prendí la luz de mi habitación. Vi plumas en el suelo y otras que volaban por el pasillo. La llamé nuevamente, pero nada. Caminé hasta el comedor. Ahí estaba mamá, sentada sobre el parqué, rodeada de plumas, con un cuchillo en la mano. Apenas me vio, se levantó y me abrazó fuerte. Sentí su cuerpo tibio que me acurrucaba. Pensé en los pájaros. Detrás de ella, la caja de zapatos abierta. Sólo quedaban huesitos. Comprendí que hubiera sido imposible evitarlo. A mamá siempre le gustaron los pájaros de color.

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Lila Glass

Licenciada en Trabajo Social. Desde el año 2012 ha participado en talleres de dramaturgia y creación literaria. Escribe cuentos, poesía y teatro. Participó como dramaturga en el Certamen “Cortodramas” y en el ciclo “Breves teatrales”. Fue guionista del corto documental “Más que dos”. Desde el año 2017 colabora activamente en la Revista Zero (Revista de rock y cultura de Mendoza). Ha integrado el colectivo VAU (Varieté de artistas Unidos).




El día que empezaron a llover gorriones, mamá dejó de sonreír. Era pleno invierno. Los dos estábamos en la cocina. Mientras ella lavaba los platos, yo los iba acomodando sobre el escurridor. De repente, escuchamos un ruido que venía del jardín. Era un sonido extraño, como cuando una fruta madura cae al piso. Mamá abrió la puerta que da al patio. El árbol de damascos estaba sin hojas, las ramas crujían. Vimos que del cielo caían pájaros. Mamá cerró la puerta sin decir una palabra. Me pidió que me fuera a dormir.

A la mañana siguiente, mamá decidió quedarse en cama. Estaba pálida. Siempre fue muy sensible. Ver las aves estrellándose contra el suelo no le hacía nada bien. Sentía temor de que pudieran volver los peores tiempos. Tuve miedo por ella. Cuando algo la pone mal, duerme de corrido. Puede pasar varias semanas así, encerrada en su propia jaula. Le llevé el almuerzo hasta su habitación pero no quiso comer. El recuerdo de los pájaros, le causaba estupor. Le dije que no se hiciera problema, que yo me iba a encargar de todo.

Salí al jardín. Ahí estaban las aves, inertes. El sol daba de lleno en sus pequeños cuerpos. El viento había desparramado tierra y plumas por todos los rincones. Hacía meses que no llovía, todo estaba demasiado seco. Me preguntaba por qué los pájaros caían del cielo ¿Acaso también se estaban secando? Sin darme cuenta, pisé algo que crujió debajo de mis pies. Era un gorrión amarillo con pintitas negras. Lo alcé. Mi mano se hizo un hueco para sostenerlo. El cuerpo aún estaba tibio, tenía las patitas estiradas. Siempre me gustaron los pájaros de color. Hubiera querido coleccionarlos pero mamá nunca me dejó. Pensé que esta vez podía ser distinto. Corrí hasta mi habitación y busqué una caja de zapatos. Guardé el ave, con el pico hacia arriba. Parecía dormida, se veía tan frágil como mamá. Luego seguí con el resto. Traté de acomodarlas cuidadosamente, una al lado de la otra. Decidí esconder la caja bien alto, sobre el aparador. No era conveniente que ella la encontrara.

Al tercer día, mamá se levantó y halló una pluma dentro de casa. Me miró confundida. Enseguida rompió en llanto. Le dije que se quedara tranquila, que no volvería a suceder. Me había olvidado de cerrar las ventanas mientras barría el patio. Los ojos de mamá reflejaban un cansancio infinito. Se quedó en su cuarto por un tiempo más. Esa vez no me puse triste. Entendí que cada uno hacía lo que podía para sobrevivir.

Había pasado casi una semana de aquel suceso cuando escuché un ruido extraño que provenía del living. Era de noche. Llamé a mamá, pero no respondió. Prendí la luz de mi habitación. Vi plumas en el suelo y otras que volaban por el pasillo. La llamé nuevamente, pero nada. Caminé hasta el comedor. Ahí estaba mamá, sentada sobre el parqué, rodeada de plumas, con un cuchillo en la mano. Apenas me vio, se levantó y me abrazó fuerte. Sentí su cuerpo tibio que me acurrucaba. Pensé en los pájaros. Detrás de ella, la caja de zapatos abierta. Sólo quedaban huesitos. Comprendí que hubiera sido imposible evitarlo. A mamá siempre le gustaron los pájaros de color.

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Licenciada en Trabajo Social. Desde el año 2012 ha participado en talleres de dramaturgia y creación literaria. Escribe cuentos, poesía y teatro. Participó como dramaturga en el Certamen “Cortodramas” y en el ciclo “Breves teatrales”. Fue guionista del corto documental “Más que dos”. Desde el año 2017 colabora activamente en la Revista Zero (Revista de rock y cultura de Mendoza). Ha integrado el colectivo VAU (Varieté de artistas Unidos).





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